Soñé con las catacumbas. Era un día gris, como los jueves, o como la luz que tienen los sueños, y fui conciente y me dije “estoy en Viena, es un sueño”. Así que recorrí el gótico espacio de mi cerebro dedicado a la ciudad. Afiladas agujas rayando el entramado del cielo, decorado e imaginario religioso. Crucé una verja a observar una secuencia de imágenes dedicadas a la Virgen María, pero algo estaba incorrecto. Las imágenes tenían unas pequeñas cabezas oscuras que susurraban letanías escabrosas, y me miraron, yo retrocedí aterrado y la verja se cerró. Una amenaza latente se cernió sobre mi cabeza. La sentí.
Desperté. Sentía el pulso enloquecido, abrí los ojos y me di cuenta que estaba acostado sobre el lado derecho, en posición fetal. Estiro las piernas y toco algo frío y húmedo que se removió. Intento gritar y las palabras se ahogan en sordos balbuceos ininteligibles, en murmullos horrorizados y vacilantes. No me puedo mover, algo me oprime y no me deja respirar.
Desperté. Estaba en la misma posición que en mi sueño, la misma luz vaga de un poste entra por entre las cortinas. Hacía frío. Estiro las piernas y no hay nada. Finalmente había salido del sueño.
Pero aun siento una piquiña en la piel, una leve comezón, que me dice que no ha terminado.
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