Korzeniowski deslizó su delgado cuerpo por la entrada del bar. Se acercó, metódicamente, a la barra sobre la cual pendía un enano metido en una jaula de acero. El enano estaba vestido con ropas de cuero, y su rostro era el rostro de la lujuria. Korzeniowski lo miró, el rostro divertido del niño que ve una nueva diversión, y le pidió una cerveza al barman. Le preguntó que significaba el pervertido enano colgado del techo, a lo que el desagradable barman, un amalgama de chaman y militar, contestó – Cinco dólares por escupirlo, diez por picarlo con una vara y veinte por quemarlo con una pieza al rojo vivo. Korzeniowski sonrió y volteo la mirada a una morena acodada en la barra. Se le acercó y la invitó a bailar – Gracias muñeco – le respondió la morena con vozarrón eminentemente masculino. Korzeniowski sonrió de nuevo, dio media vuelta y volvió a su sitio. El barman, un gigantesco indígena brasilero, le sonrió, le regaló un cigarrillo y le dijo – Eres el tercero que cae esta noche amigo -. Korzeniowski tomó su jarra, aún llena de cerveza, y se dirigió al baño.
La sucia cerámica del baño no era el lugar mas adecuado para despedazar una roca de cocaína, pero Korzeniowski la puso sobre la tapa del tanque, y con una tarjeta de crédito vieja la despedazó, formando líneas de diez centímetros de largo, las cuales aspiró enrollando un billete de veinte dólares. La sangre se agolpó en su cabeza. El pecho le reventaba. Salió del baño, camino de nuevo a la barra. Se sentó junto a un finlandés de rostro afilado, que le sonrió y lo invitó a un trago.
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